El Payaso y otras historias mínimas

El Payaso

Primer viernes de mayo y la ciudad comienza a doblarse sobre sí misma.

Un autobús lluvioso a las seis de la tarde, rumbo a los suburbios.

El payaso vestido de azul y amarrillo y pelo engominado hacia el cielo es el último en subir. ¡Buenas tardes, amiguitos! Le grita al montón de adultos cansados, ocultos tras el silencio de sus respectivas máscaras, que espera el brinco grosero de aquella lata amarilla, resabio de mi niñez ochentera.

Observo desde el último asiento. Algunos ignoran el improvisado show, otros vuelven a ver a su vecino con filoso y sincero hastío.

El payaso esgrime una sucesión de chistes malos: torpeza humorística calculada que obra el milagro de algunas risas culposas.

“Muchas gracias por soportarme estos minutos…”, dice, finalmente.

“Porque siempre es mejor que se monte un payaso al bus y no un ladrón”.

Me sobreviene un escalofrío —no miento—. Imagino al payaso sacando un revólver de alguno de sus enormes bolsillos de payaso, o un cuchillo de sus holgadas mangas de payaso, abriendo su gran boca de payaso para dejarnos sin billeteras ni celulares, y después despedirse con sus guantes amarillos de payaso mientras transpiramos contra las ventanas empañadas de aquel armatoste que debió haber dejado de circular desde mi adolescencia.

Soy el último al que le extiende su guante. Le doy una moneda de cien pesos.

Y se baja. Se aleja mientras veo cómo se moja su traje de payaso. Cuando desaparece, comido por el doblez de una esquina, veo el reflejo de mi cara en la ventana empapada, con esa mascarilla que me tapa cómicamente el rostro y me calla las metáforas.

¡Qué gran crónica hubiera escrito de haberme asaltado en realidad!, digo mientras me quedo pensando en que ahora tendré que inventarla.

Hay rincones

Hay rincones de la casa que la escoba no puede, ni debe, ni quiere barrer. Sitios por donde el ojo no inclina su luz para proteger la pupila cobarde. Lugares donde la risa es un pozo clausurado. Esquinas con el grabado de una bala rompiendo el cráneo.

La espalda se arquea, las manos rodean el palo acusador, pero los pies giran y abandonan. La memoria canta una canción derrotada y aquellos rincones comienzan a odiar su ceremonia diaria.

Sabe que la escoba no puede, ni debe, ni quiere barrer aquellos lugares en los que unos brazos no pudieron ser más que el llanto cursi de un niño que no pudo salir, donde el grito encerrado no fue más que una triste imitación de Munch.

Los rincones se quedarán esperando la ceniza de mejores tiempos, quizás a otro inquilino que pueda y deba y quiera barrer los escombros que dejaron los gatos de la noche al partir.

Aproximaciones

Primero el rasgar de la uña en la superficie de madera. Después los nudillos. Después el golpe hueco del cartílago. Después la palma extendida sobre la puerta. Después la oreja aplanchada contra el silencio del otro lado. Después el llanto de los goznes oxidados.  Después la sombra escurriéndose hacia afuera. Después la luz aplastando la oscuridad añeja. Después un pie. Después otro. Después tobillos y rodillas arrastrando la lentitud de sus pasos. Después la mirada en el cuadro de barquitos. Después la mirada en la tele apagada. Después la mirada en la refri hambrienta. Después la mirada en el sillón terracota. Después la mirada fija en la figura casi inmóvil sentada en el sillón terracota. Después la boca, seca, casi inmóvil, que pregunta: ¿ya pasó? Por último, la boca roja, carnosa, que responde: sí, te perdiste la vida.

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