Desde remotas fechas, hombre y mujer riegan sudor y sangre, y crean a destajo la conciencia humana. Con el propósito recóndito y distante de abatir al fin el flagelo del uso ajeno de su creatividad y productividad y ser reyes de su propio reino.
Ilustración: Félix Guerra
Sociedad humana cabalgó durante siglos entre la propiedad privada y la propiedad estatal. Era carne incómoda y apretada entre ambas formas de apropiarse de los bienes, recursos y productos. Masa cautiva entre dos élites siempre pujantes.
La propiedad comunal y natural de la raza humana, con que se inicia la experiencia social, allá en los orígenes más remotos, fue luego y rápidamente expropiada por poderes que inauguran una vitalicia preponderancia. Los más fuertes y ricos, se hicieron con lo que llamamos la propiedad privada, por otro lado surgió la propiedad sagrada e inamovibe del Estado.
En lo adelante, tales poderes, casi siempre mancomunados, se apoderaron de los mayores tesoros naturales y sociales. Creando una singularidad social, ricos y pobres. Con una tendencia evidente, cada vez más acentuada, ricos más ricos y más pobres más pobres.
La propiedad estatal, asentada en la necesidad de administrar, regular justicia y proporciones y emitir leyes, que incluye burocracia, gendarmes, ejércitos y aparatos de seguridad, se mantuvo estable y arraigada siempre, hasta cuando la propiedad privada cambió de rostros. A veces las dos eran una, en los momentos más angustiosos del drama social.
Algo de la propiedad social, reducida a propiedad personal, acaso quedó flotando en el aire familiar. Lo que llevo puesto, mi camisa, los zapatos, ese taburete, aquella cama, la vivienda quizás cuando termine de pagar, la biblia, el perro guardián que vela nuestros sueños.
Durante la fase esclavista (superado el primitivo comunismo de inicios), ricos y poderosos, por un lado, y Estado, por otro, se repartían la propiedad de esclavos, así como del resto de los recursos, bienes y productos.
Una suerte de súper bipartidismo económico, con vigencia hasta hoy, y leyes escritas o tácitas, por la cuales se derramó sangre y declararon interminables y crueles guerras, que empujó los destinos sociales por extraños callejones.
Duró hasta que esa suerte de propiedad, comenzó a ser fastidiosa e irrentable y se sucedían además sangrientas insubordinaciones de esclavos, además de conflictos entre naciones. En época del imperio romano, Espartaco escribió, desde su condición de propiedad del déspota, páginas traumáticas de la epopeya antiesclavista, que distaba mucho aún de encontrar lógicas soluciones.
La etapa feudal permutó la propiedad del hombre y la mujer esclavos, por la propiedad extensiva de la tierra. El antiguo esclavo, mujer, hombres y descendencia, obtuvo domicilio, manutención y ciertas protecciones, a cambio de trabajar la tierra para el señor y obtener el sustento diario suyo y familiar.
Esclavitud sin esclavos, resultaba más lucrativa y benéfica tanto para la propiedad privada como estatal. Abundaron además impuestos, injusticias y duras condiciones para el jinete, una vez más maltratado por el destino social.
Un día, en alguna parte, el sistema de siervos de la gleba, labriegos o campesinos, presentó inconveniencias y fallas de irrentabilidad. Una cojera evidente e imposible de restañar. Ciencia y técnica, mercado y cultura, navegación y comercio, nuevas cotas de participación y democracia, etcétera, convertían en obsoleta la propiedad absoluta sobre la tierra, el feudalismo, y aparecían con halagüeñas promesas las formas de producción capitalistas.
El obrero asalariado entra corriendo a escena como símbolo de una nueva sociedad: ya ningún hombre o mujer era dueño de otro hombre o mujer. Un porciento adicional y novedoso de libertades públicas y democracia, durante la lenta evolución clasista, alumbró rincones de la Historia.
Quienes no fueran ricos y propietarios y quienes no eran el Estado, constituían el mayor grupo humano, el más numeroso, pero seguía cabalgando entre dos. A cambiar por un salario, que era el precio fijado por patrones, privados y estatales, la energía y resistencia de sus músculos e intelectos. Pero artesano u obrero, trabajadores en general, eran dueños definitivamente de algo más o menos tangible: su propia fuerza de trabajo.
El Estado, por su cuenta, continuaba fortaleciéndose, El privado, por su cuenta, hacía ciencia de acumular riquezas y capital, en un marco de mayor legitimidad y menos cruento, comparado con épocas anteriores.
Todos salían ganando de esa manera. Capitalista ya no tenía los dolores de cabeza de esclavistas y feudales, para alimentar o frenar resistencias y rebeliones de esclavos y labriegos. Otras leyes e instituciones, dominadas por el Estado, se encargaban de tales asuntos.
La sociedad avanzaba viento en popa y se veían maravillas en las calles, autos y luego teléfonos, y mucha gente con buena ropa por las alamedas. Y lámparas del alumbrado eléctrico y tiendas que exhibían joyas o muebles. El progreso, en fin. Más tarde, autos, cines, teléfonos y un sinfín de maravillas soñadas.
Como el Estado crecía, demandaba cada vez más quien se ocupara de los asuntos de administración y gobierno. Miles de personas se empleaban en el aparato estatal. Crecía la llamarada burocrática, y las castas catapultadas a presidentes, ministros y vices, directores, jefe de esto y jefes de lo otro y parlamentarios, jueces, fiscales, generales, coroneles, capitanes, etcétera.
Pero la tendencia obvia a perpetuase de los que arribaban, encontró resistencia de los que también aspiraban a ser elegidos a esas instancias.
La política cobró un auge asombroso, sin paralelo, porque además de poder significaba celebridad para cualquiera. Egolatría de emperadores, zares, reyes, marqueses, duques, gente de sangre azul, pasó a nuevas manos. Políticos y partidos políticos entraron al baile con enormes fanfarrias publicitarias, afilando el arma de las promesas hechas en público. La vieja retórica fue desenfundada y magnificada con ilustración y modernidad. Poder de la realeza y la aristocracia, fue sustituido poco a poco por el poder de los políticos de cuello blanco.
El mecanismo de las elecciones periódicas y la necesidad de crear nuevas estructuras democráticas, civilizaron algo más las relaciones humanas y también las de producción.
El progreso abriendo huequitos por aquí y por allá. Derecho al voto para todos, hombres y mujeres. Nuevos estilos de participar, agitando un cartel o recitando una consigna o la ayuna prolongada de una huelga. Días de asueto o feriado. Derecho a ser elegido, derecho a leyes para todos iguales. Derecho a opinar y publicar la opinión. Prensa crítica. Jornadas más cortas de trabajo. Mejor salario para el próximo año, ajustando el costo de la vida con el valor del dinero.
Más o menos, nada perfecto aunque en ascenso, que movía a la sociedad y permitía concebir sueños inéditos.
Hubo esclavitad durante el feudalismo y aún subsisten casos de esclavitud en el capitalismo. La propiedad feudal de la tierra, encuentra espacios todavía dentro de la propiedad capitalista, sobre todo en países que fueron colonizados desde muy temprano por antiguas o nuevas metrópolis (España, Portugal, Inglaterra, Francia, Bélgica, Estados Unidos y otras).
En el largo deambular de la sociedad humana, se arriba al siglo XX, donde se habla con entusiasmo de Socialismo, una revelación y promesa nueva de organización social. Obreros y campesinos, estudiantes e intelectuales, combatientes novísimos, protagonizan grandes páginas proezas y luchas, ya en la antesala de la sociedad donde, se anuncia, reinarán mayores libertades y las más perfectas formas de democracia.
Hombre y mujer podrían apearse ya de aquel rocín de cabalgar en el tiempo como embutidos golpeados por los flancos.
La visión social recién aparecida, insólita y conmovedora, encarnaba además los mejores y más esenciales contenidos de los humanismos antiguos, medievales, renacentistas y de la Ilustración, presentes también en casi todas las religiones. En Occidente, tanto en el cristianismo y los diferentes protestantismos, antes y después de las grandes reformas. También el islam y el judaísmo esenciales recogen sin dudas esos ideales de redención.
Así como aparecen además en cultos religiosos y pensamiento político de hombres y mujeres que en América, en particular, unieron fuerzas a los grandes libertadores, Louverture, Bolívar, San Martín, Washington, Lincoln, Sucre, Juárez, José Martí, para liquidar el poder férreo de las metrópolis europeas en el continente americano.
Cumplido el dilatado ciclo, camino sangriento y torturador, queda claro que la propiedad social no es ni un extremo ni el otro. Y que la condición humana no debe cabalgar una vez más entre dos que fueron sempiternamente inicuos o velados explotadores. El Estado socialista, que aún no lo puede ser ya que no existe ni ha existido aún Socialismo en ninguna latitud ni país, se encaminó, desde la URSS, por el viejo camino de camino de ser propietario y aun expropió las riquezas de las antiguas clases explotadoras.
Al comienzo parecía que se cumpliría una quimera: transición real hacia la propiedad social, de todo el pueblo. Eso quedó en consignas. El Estado retuvo toda o casi toda la propiedad y reforzó sus poderes. Y amplió sus controles. Encontraron argumentos en cualquier amenaza, sobre todo en las guerras y rivalidad con los imperios capitalistas del mundo. También en el retraso económico de tales países insurgentes y la necesidad de un desarrollo económico y militar acelerados, para evitar sitios y cercos.
El precio de no ser jinete maltrecho entre dos entes precarios y relativamente retrógrados, solo se satisfaría con ciencia y método, con ideología y la emancipación clasista definitiva: hacer desparecer con plazos la gran propiedad privada y sobre todo la gran propiedad estatal, que debe iniciar su parpadeante pero visible camino hacia el convento.
Las riendas de la Historia pertenecen en verdad al jinete aporreado de siempre. Y ningún malabar económico o político puede o debe arrebatarlo.
¿Revolución? Si. El último patrón debe ser apartado.
Además, y es importante, con su consentimiento. Con su cooperación y comprensión humanista y científica. De forma paulatina y calendario. Sin calendas griegas. Protegiendo con cuidado los intereses de individuo, familia y Nación. Y Humanidad.
En Cuba, por ejemplo, luego de la fase de expropiación inicial y obligatoria, para recuperar los imprescindibles recursos naturales y la habilidad de andar por casa por nuestra cuenta, la socialización de la propiedad debió comenzar ya hace mucho su tanteo, marcha y fogueos inevitables.
Es decir, el traspaso del grueso de la propiedad estatal a la colectiva, social, cooperativista, autogestionada, comunitaria, particular e individual, así como las pequeñas y medianas empresa privadas, bajo término, mientras sociedad y economía lo considere un acicate de progreso y productividad. Ese acontecimiento sin precedentes, debió producirse de forma ideal en los años 70 y 80, cuando permanecía vivo el fervor de la gesta revolución y el entusiasmo era un recurso inestimable, listo para invertir contra el subdesarrollo económico y los crecimientos sociales.
No ocurrió así. Se siguió de largo. Estado creció lo que debió y lo que no debía. Lo poderes se polarizaron. Se estableció con razón y a veces hasta sin razón la lógica de ciudad sitiada. La influencia soviética y del llamado socialismo real como ideología, psicología, el poder y métodos de dirigir, orientar y construir, se impuso sin obstáculos. Entonces los asuntos patrios e internacionales se mezclaron con un rojo insano. Y se coaguló el paisaje.
Ya no fueron solo pueblo y utopías, ideales, soberanía e independencia, lo primario a conservar. Fueron sobre todo Estado, en franco distanciamiento y deformación, e ideología y partido único, lo que con más urgencia necesitaban constante protección. El Partido alcanzó el pedestal supremo: la inmortalidad.
En la URSS, desde comienzos del XX, por el acoso imperial y más luego por la muerte de Lenin, se comenzaron a petrificar las estructuras estatales y partidarias.
También cualquier atisbo de pensamiento crítico e ideología trasponiendo dogmas. Se concentró y centralizó el poder al máximo, con las consiguientes pérdidas de democracia y libertad. Propiedad estatal se tragó las riquezas mayores. Se militarizó la sociedad, etcétera. Para, con una lógica de aparente sobrevivencia, preservar el socialismo y el poder de los soviets (que en el transcurso dejó de ser tal).
Parecía una decisión sin opciones. La sobrevivencia sagrada de íconos y consignas saturó los medios. Crítica y disenso perdieron legalidad. Otras alternativas posibles fueron desoídas, arrinconadas o eliminadas de raíz.
No duró el intento, masivo y autoritario, sin base en ninguna parte, ni en la Historia ni el marxismo. El desenlace fatal, con pérdida mundial de ilusiones, ocurrió no veinte años más tarde, pero sí setenta años después.
Primera lección de la historia. Sin creciente democracia acompañante, sin participación efectiva en expansión, sin debate social abierto, no hay resguardos sólidos. Con hipoacusia y centralismo, secretismo y autoritarismos, con prejuicios y recelos izquierdistas semejantes a los de derecha, no se salvan revoluciones.
Segunda lección: el sistema de propiedad crea el modo de democracia. Los propietarios en cada época generaron su propia democracia y la extendieron al resto de la sociedad, siempre de acuerdo con sus más preciados intereses. Con el llamado “socialismo real” en la URSS, sobrevino una suerte de democracia estatal bien definida.
Necesario, cuando se cierran puertas y ventanas, abrir otras muchas que apunten en la dirección del viento. Se cierra para evitar males y peligros. Lo que se abre con necesaria osadía es para multiplicar el susurro y vigor de instituciones, multitudes, población, familia, ciudadano, individuo y pueblo.
Luego sigue todo. El resto interminable.
Entronizar y vigorizar paso a paso la propiedad social, evitando cualquier equívoco y trapalería. Hoy podríamos comenzar. Mañana también.
De alguna manera eficiente y práctica, no de forma deletreada y dogmática, es posible retornar al punto ideológico y económico en que fueron posibles los sueños represados de la humanidad. Sin perder el almanaque, por supuesto, que dice 2014 y siglo XXI.
Cada día, andar pasos públicos en esa dirección. Arrebatar al Estado su papel de celestina pródiga, que ampara poderes no democráticos, escuda burócratas y corrupción del pensamiento y el bolsillo. Y que a largo y corto plazo ralentiza la velocidad de los procesos sociales y las esperanzas mundiales.
La propiedad estatal permite demasiadas sinecuras y desproporciones impropias que impiden avanzar por el camino socialista legítimo. Obliga a constantes “pragmatismos” y prebendas que desvían camino y apuntan nuevamente a poderes omnímodos, vitalicios, arbitrarios y antidemocráticos.
Exceso de pragmatismo aniquila el alma socialista. Muchos rejuegos para la retención del Poder, mucha hipocresía y oportunismos políticos, alejan y oscurecen interminablemente cualquier meta. La desconfianza se entroniza, el desgaste paraliza gomas delanteras y apaga el motor.
El camino de la propiedad social es inequívoco. Ningún truco hábil de índole política y demagógica, verbal o económica, logrará evitarlo. Ni podrá camuflajearlo con follajes de utilerías.
Es, esta vez sí, una forma magna de destino manifiesto y natural, para las entonces antiguas clases sociales y las legiones humanas, que viene mereciendo desde los albores esa meta social.
No es posible que esa última mezcla de patrón a medias y propietario ambiguo, perturbado por el Poder y los egos y a nombre de ideales y justicias improvisados, se proponga así, con comentarios mediáticos y apoyo hoy y luego mañana de prensa escrita, radial y televisada, perpetúe el uso del mismo candado e igual celador.
Es decir, el salario. Al parecer, fruta envenenada que convertiría en difunto a cualquier intérprete ciego. Salario, que en manos estrictas del Estado además se torna pírrico, ajeno, rígido, decreciente, burocrático, inapelable. Y siempre adquiriendo y pagando a bajo precio la fuerza del musculo y el intelecto de la mente.
¿Otra vez montar al sudoroso protagonista en el escenario de largas y fatigosas carreras, llevando solo el añejo legajo de la propiedad de su fuerza de trabajo? No creo, imposible, a menos que historia e ideología no sean más que simples cuentos de camino.
Nueva desgracia sería. Otro infeliz final, de los que nos tienen acostumbrados los siglos y con los que se volverían a cerrar candados. Un escenario para la desolación económica y la desilusión espiritual. Tampoco creemos, pienso yo, en las deliciosas mentiras de los happy ends. Nada nos es dado con facilidad y gentileza.
Será seguramente otro doble final, terrible y hermoso, con múltiples combates y derrotas repetidas para el maléfico y contradictorio ser retrógrado que llevamos dentro.
POEMAS DE LA SANGRE COTIDIANA. OCTUBRE DE 2014. Ciudad de la Habana. Cuba.