Anoche tuve que cambiar de cama con mi sobrina de 4 años, Agnés. Ella hoy empezaba la escuela, y transformamos los espacios de dormir para que no me despertara en sus arrebatos matutinos. Mi cuñada dispuso todo. Cuando yo llegué de mi paseo del día, la cama estaba hecha.
Antes de irse a la cama, la nena me dijo: “tía te dejé un muñequito para que no durmieras sola”. No presté mayor atención en el momento. Pero ya bien tarde, porque fue de esos días en que los pensamientos se roban las horas de dormir, vi que el cambio de cama era mucho más que eso, era una experiencia nueva.
Subí por una escalerita de algún metal indeterminado, de no más de 50 cm de ancho, que solo Agnés sube como si se tratara de un paseo por el Prado. Antes había lanzado mi libro, una botella de agua, el celular, había acomodado la lamparita y estaba lista para pasar la noche en las alturas. Al llegar a la cima descubrí que no solo dormiría en una cama de niña, sino que me taparía con una colcha de muñequitos de niña y que me esperaba, como me lo anunció Agnés, un osito de peluche: Winnie de Pooh.
Entre las tantas cosas que pensé antes de que el sueño me alcanzara, me vino a la cabeza aquella dedicatoria de Antoine de saint-Exupéry en El principito. Dedicatoria que de pequeña me leyó mi madre, y luego de adulta leí yo en todas las formas y los idiomas comprensibles: “…Todas las personas mayores fueron niños, pero muy pocos lo recuerdan…”. Búsquenla, por favor, y si tienen niños, léanle ese libro.
Me pregunté entonces si yo todavía tengo algo de niña; si aún puedo ver, en vez de sombreros, boas gigantes que se tragan elefantes; si soy merecedora de la cama de Agnés y del Winnie de Pooh que dejó sobre ella para mí. Me atrapó el desconcierto de estar preocupada por demasiadas cosas de adultos, y cierta tristeza me embargó, lo cual atrasó aún más el sueño.
Agnés es una niña capaz de descubrir no solo boas y elefantes, sino animales salvajes en el jardín o debajo de la cama; cuenta historias que a quienes la enseñamos a inventar mundos nos deja patidifusos, dignas de Carroll y algunas de Maupassant. Me dije entonces, si Agnés está tan cerquita de mí, en especial en estos días, por qué no aprovechar sus sabias enseñanzas, y volver a ser un poco niña otra vez. Me alegré de tener un osito al que asirme, cerré los ojos, pensé en sus ojitos pícaros profundamente cerrados a unos metros de mí, bajé los párpados, y me perdí en no sé qué historias de reyes y dragones de las que ella me estuvo hablando durante el día.
Ojalá alguna vez mis torpes dedos sean capaces de reproducir esas historias que esta niña narra, con ánimos interminables, desde que se levanta, hasta que deja en mi cama un muñequito para que me acompañe, en el sueño, o en la vigilia.
…YO SÉ QUE NUNCA HAS DEJADO MORIR ESE OTRO NIÑO, HERMOSO ADEMÁS, QUE LLEVAS DENTRO! ASÍ QUE AGNES Y TÚ…TIENEN MUCHO QUE APRENDER DE UN LADO A OTRO. BESOS DESDE ACA