Crónica de una aficionada

Fotos: Argenis Pérez

Hace unos poquitos años que, ya ciudadana de este país, aunque no oficialmente, visité la primera montaña: ese volcán con nombre de mujer, escarpado y rotundo que a tantos amantes de la naturaleza nos ha embrujado. Desde ese día inaugural he atestiguado una intensa pasión con la mujer blanca, y he vuelto a sus faldas, a sus piernas y rodillas una y otra vez.

Este jueves me comuniqué con Argenis, compañero de aventuras, con quien he estado en el camino de sus cumbres: sus pechos, en más de una ocasión, sin que “se nos diera”, como dicen acá en tierra adoptiva:

—¿Nos vamos mañana?

—Sííí. —El plan estaba armado y por primera vez íbamos solos.

El viernes a las 4 de la tarde, bajo lluvias luminosas y truenos que en la montaña son siempre aterradores, emprendimos la subida con el temor silencioso de estar lanzándonos a una desmesurada aventura. Pero el acontecimiento real todavía no estaba a la vista. Cerca de las 8 pm llegamos al Refugio de los Cien, bajo la nieve ligera, con las mochilas pesadísimas y atestadas de vituallas, equipo técnico y ropa para soportar el frío que se nos venía encima. Allí nos dimos cuenta de que estábamos completamente solos en la montaña, a excepción de un coyote cuyas huellas entrevimos en el camino y que los rumores cuentan que anda allí por las noches, aunque pocos lo han visto.

Las sensaciones de soledad, humildad, lejanía son tan abrasadoras desde la recóndita noche nevada a más de 4,700 metros sobre el nivel del mar (msnm), que no puedo recordar nada más bello, excepto las escenas que mis ojos vivieron a la mañana siguiente en medio de la blancura perpetua del glaciar.

Después de una madrugada de ruidos desconocidos, donde la imaginación en soledad vuela hasta rozar los límites de lo fantástico, mi compañero y yo emprendimos el ascenso a cumbre, un poco menos pesados que el día anterior, pero con más de 10 cm de nieve bajo nuestras botas húmedas y armadas para la cruzada impía que habría de esperarnos.

El amanecer nos sorprendió llegando a la Cruz de Guadalajara, ese monumento a los once jóvenes que perdieron allí la vida hace varias décadas, y que siempre nos impone respecto. La ascensión hasta esas rocas fue más peliaguda que de costumbre debido al hielo, el frío, la niebla y la duda ante lo desconocido. Confieso haber sido presa de la fragilidad humana ante lo inabarcable: cuando se me enfriaban las manos, los pies, la piel, cuando llegaba el desconcierto mental al rozar los cinco mil metros de altura y no poder ver, en ocasiones, a más de cinco metros hacia delante. Tuve, para mi fortuna, el mejor compañero, conocedor y solidario ante cada situación que amenazaba con convertir una expedición hermosa en una odisea. Tengo tanto agradecimiento por eso, que esta es la mejor forma que encuentro ahora de expresárselo, y con estas líneas, espero, sabrá que cuenta conmigo ante cualquier vicisitud de la vida. Largas horas en aislamiento junto a otro ser humano acercan inevitablemente las almas. Muchas fueron las reflexiones de las horas juntos, y muchos también los silencios, donde se dicen las cosas más importantes.

Las condiciones del clima fueron relativamente adversas en las primeras horas de la mañana del ascenso definitivo, e inclementes durante el camino de regreso: nos llovió sobre las cabezas, nos nevó, nos granizó, para dejar en la Joya, 24 horas después de la salida, a un hombre y una mujer deshechos de cansancio, aunque con el espíritu pulido y puro.

¿Pero que pasó esa fría mañana de sábado? No por gusto he decidido dejar para el final de esta crónica el momento más especial. Lo hice así porque no quiero que se empañe con nada más esta dicha que hoy me acompaña: haber conocido la infinitud de la belleza, haber caminado con mis pies de aventurera por la panza hermosa y blanca de esta mujer que me ha enseñado tantas cosas; entre ellas, el privilegio inconmensurable de la existencia.

A unos pocos metros de las cimas más altas, aunque todavía a un buen rato de camino por las condiciones extremas, y al otro lado del glaciar, Argenis y yo decidimos regresar, porque apenas podíamos divisar los pechos hermosos, la cumbre que esta vez tampoco “se me daría”. Aunque era mi meta, y yo planeaba salir de México rumbo a España —donde próximas aventuras literarias y de vida me esperan— con ese sueño cumplido, debo decir que una vez allí no me importó lo más mínimo. Estaba conmocionada por la perfección del volcán, estaba distraída en el amor a la vida y atravesada por la exuberancia de la naturaleza en ese páramo salvaje donde lo inevitable se concentra y muestra aceleradamente, y las grandes batallas tienen lugar. Estaba conquistada por la mujer a la que yo aspiraba conquistar. El Iztaccihuatl había tocado mis propias cumbres.

(Gracias a los amigos que me han ayudado a realizar estos sueños: Griselda, Bruno, Cindy, Flavio, Agustina, Iván, Rafael. Gracias especialmente a Argenis que me llevó hasta esa pradera perpetua y blanca que ahora anida en mi corazón).

DCIM226_VIRB
DCIM226_VIRB
DCIM226_VIRB
DCIM226_VIRB
DCIM226_VIRB

DCIM226_VIRB
DCIM225_VIRB
Iztaccihuatl al amanecer del 5 de mayo 2018
0 Comentarios
Retroalimentación en línea
Ver todos los comentarios