El Pacífico no tiene memoria

¡Tan diferente a mi mar! Mi mar, el Atlántico, acumula la memoria de todos los hombres y las mujeres que han pisado sus arenas y se han perdido en su oquedades. Tiene la memoria de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos; la historia de mis antepasados, de mis viejos y la mía arrinconada en una ola que viene y va y revienta y se vuelve a hacer, y a ser ola; un chaparrón de agua salada que resguarda los secretos que allí dejé desde niña y dejó mi hermano, mis primas, mis amigos, mi patria.

El Pacífico es otra cosa; es vacío infinito y azul, donde la memoria se desvanece, donde los poemas se hacen agua y las viejas canciones, sal. En el Atlántico me he enamorado y en el Pacífico he tenido que olvidar, desmoronada por el último lustro. En el Atlántico me sumerjo, cubierta por los mantos de Yemayá, acunada en sus brazos; es donde soy pez sin temor a las profundidades. En el Pacífico debo nadar desnuda, muerta de frío y de miedo. De miedo a desaparecer definitivamente y que nadie, nunca más, vuelva a acordarse de esta triste mujer.

El Atlántico fue la cárcel que tragó mis plegarias y mis sueños de juventud. Pero el Pacífico no me devolvió la paz. Me enseñó que la libertad tiene límites, que el horizonte no es solo una línea imaginaria, que la vida de después no es mejor que la de antes. Sin embargo, hoy quiero ir allí, a ese Pacífico que me borre de todo, que me haga empezar otra vez, que se lleve la memoria y el tiempo.

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