Un estoicismo de mil años otorga a la torre veleidades de eternidad. Dentro, entre sus entrañas que crujen de viento y se indigestan con termitas, un Buda finamente esculpido vive el sueño muerto de la piedra.
Los feligreses atribuyen la longevidad a la presencia divina. Ni terremotos ni guerras pudieron derribar la alta morada del príncipe. Si apenas se ladeó. Y hasta pareciera un gesto de cortesía.
Algún mañana de estos, cansada de emular a su sólida par de Pissa, la torre caerá. Los creyentes augurarán pestes, los influencers yerrarán hashtags junto a su nombre #SakyamuniPagoda, los carpinteros preguntarán por los blandos escombros de tirantes y vigas. Sin embargo el pétreo Siddharta, homeless para ese entonces, sobrevivirá hasta a el último de los posternados. Pero él mismo, un buen día, quizá muy lejano para inscribirlo en el almanaque de los hombres, enfrentará el final devorado por el sol.
El Buda se funde impertérrito al contacto con la atmósfera calcinada. Igual que le ocurre a las toscas rocas, intocadas por el cincel y la plegaria.
Querido Luciano.
Yo no tengo la capacidad,o el estudio suficiente, para pretender analisar y mucho menos opinar a respecto de ese texto, pero sí para felicitarte por arriesgar a escribir sobre temas que la mayoría hoy cataloga como “fuera te tiempo”