A principios de este año tuve la suerte de estar en el taller de Redacción sin dolor del profesor, escritor y poeta Sandro Cohen. En una de las tareas nos pidió hacer un breve texto con el tema: ¿Si no fuera lo que soy, qué me habría gustado ser? La profesión, oficio o don que más frustraciones me ha dejado es la de ser músico y cantar alto y bien, así como dicen que gritamos los cubanos. En esta ocasión les comparto mi tarea de entonces.
El sonido de los aplausos, entre nota y tonada, con una voz melodiosa, afinada, nítida, embriagadora, dulce y potente ha sido un sueño recurrente desde que por primera vez amé la música.
He sido economista, periodista, aspirante a escritora y poeta, viajera, lectora, soñadora, entusiasta y un poco madre. Todas ellas han levantado pasiones ensordecedoras en mis cortos años. Sin embargo, cada una ha sido la búsqueda insaciable de mis deseos de hacer canción. Canción para el mundo, para los grandes teatros, palacios, coliseos, acrópolis… canción de cuna y de esas que se convierten en himno, y son repetidas por los enamorados y melancólicos.
Por desgracia, la naturaleza no me dotó con la voz necesaria para realizar mis anhelos. A veces canto bajito, al oído de mi amado, y él descubre un canto limpio, porque es puro, deshecho de aspiraciones que quedan sólo en la imaginación. Le canto melodías infantiles a los niños de mi vida, aprendo los himnos de las patrias queridas, y cuando estoy feliz canto y canto, pero nadie me escucha. Mi melodía es triste, solitaria, frustrada; aun así lleva tanta pasión que en ocasiones enamora.
De todas formas, no pierdo las esperanzas. Confío en que tendré otras vidas, y en al menos dos de ellas espero cantar tan alto, tan fuerte, que entonces rompan los aplausos de todas las existencias pasadas, los de la humanidad entera, si no es mucho pedir.