Siento un llamado, como isleño, a parlamentar acerca de las islas. Podríamos platicar, verbigracia, de la fragilidad ecológica de tales entidades infinitas rodeadas de grandes mares y océanos aún mayores, o, en fin, de indiscutiblemente mucha agua rodeando por los 4 costados, como suelen definirse. Además, de que poseen ecosistemas quebradizos y casi siempre abundante fauna y flora endémica, es decir, exclusiva.

Yo, isleño cubano, de nacimiento, creo y no creo cosas de las islas. A saber.

Uno de los mitos “científicos” de la insularidad es que en sus islas, cayos y cayuelos, las especies animales o vegetales aumentan o disminuyen sus tamaños, de forma indefectible, con respecto a criaturas originarias nacidas, crecidas y evolucionadas en territorios continentales.

La llamada “regla de las islas” consiste en un apotegma fácil de comprender: dice que los mamíferos pequeños tienden a evolucionar hacia mayores tamaños, y que los mayores declinan hacía menores. Es una tesis poco sustentada por las investigaciones, pero muy creída tanto por iniciados como por neófitos.

Pero no hay tendencias sistemáticas, dicen investigaciones más recientes. Depende todo, como es más de suponer, de otros factores: 1, el ambiente físico de las islas en cuestión, 2, sus particularidades climáticas, porque no es lo mismo una isla en el sur del planeta, que otra muy al norte, así como una isla ubicada en la faja subtropical, como es el caso de Cuba.

Influyen, además y por supuesto, 3, la cantidad de alimentos disponibles para las especies (se incluye al Homo sapiens), 4, la presencia de depredadores que diezmen filas de la especie en cuestión y 5, la presencia también de otras especies que compitan por el alimento disponible.

Zanjado el asunto, podemos corrernos a otros tópicos o trópicos.

La isla es tierra abreviada. Síntesis de mundo, pequeño continente comprimido. Aquí, en las islas como las nuestras del caribe, casi cualquier asunto ocurre después, pero ocurre finalmente. Aunque a una velocidad aterradora, pues en estas locaciones las distancias son grageas, y el viento, en oleadas compactas y refrescantes, se desplaza a mayores prisas. La pólvora isleña es fulminante, precipitada, y no corre, vuela, es isotrópica, fácilmente expansiva, y va de nariz a boca y de boca a nariz antes de que el más rápido alcance a estornudar.

Todo isleño conoce de mar (salvo una tía mía de Palma Soriano que no viajó nunca a las costas y sueña al mar sin color ni olor, sin sabor, como agua de fregadero). La experiencia de VER el mar, de contemplarlo como descubrimiento y como rutina luego, provoca otra forma de tener ojos y otra forma de mirar. La mirada isleña aprende de horizontes acuosos, de velas que se escrutan en las lejanías azules sin dejar siquiera el recuerdo.

Se mira con la luz del día. Y con la memoria atávica, instante en que la criatura primigenia llegó de las aguas, alguna vez, y debutó sacudiéndose la humedad al estilo zarandeado de los perros. Además, con un átomo permanente de pereza, a causa de las virtudes de inmensidad sostenida y cotidiana de las aguas, cuando han estado ahí y van a estar por otras varias prontitudes y perpetuidades.

Mirar con nostalgia inconsciente y dulzura salvaje, con cierto letargo, es distintivo de isleños y ribereños. Hay algo de lobo y de niño mezclados en las costumbres escrutadoras de tales observantes.

Al mismo tiempo, el isleño tiene comprensión de la barrera que es su isla, de que ese mar con crestas blancas en el oleaje, impide continuar. Hombres y mujeres continentales sufren un reto de menor cuantía, porque la orilla de la patria a menudo es tierra igual y a continuación de la tierra viene tierra. El reto es menor, sin dudas. Hay una seducción atenuada porque apenas existen los impedimentos para seguir.

De lo que: a nadie le seduce más continuar, o sea, expandirse, viajar, sobre todo con las corrientes marítimas como sustento, como al isleño. Yo soy una excepción, aunque no lo explique ahora y prefiera dejarlo para más adelante.

El isleño es una suerte de hombre anfibio, que combina cultura de la tierra con cultura de la orilla contigua, ribereña, y cultura del mar, hasta el cuello o hasta donde el pie toque fondo, porque solo algunos pocos nadan y el resto nada poco o no sabe nadar.

En casa del herrero cuchillo de palo: una mayoría de isleños aprende lo suficiente para bracear en aguas poco profundas o para, en una tarde aciaga, irrepetible, intentar desesperados tragarse el océano. Lo suyo, normalmente, es bañarse a la orilla, donde el pie sobre la arena o la piedra del fondo es una póliza de seguro contra el exceso de agua en los pulmones. Y coger sol en las arenas abundantes y admirar a quienes pasan, a pies, envueltos en abundantes carnes y ligeros trapos y anunciando las sensualidades y placeres de este mundo.

A pesar del agua circundante, el isleño sufre restricciones de agua. A menudo escasea para beber. Y para el baño y la cocina y el aseo, etcétera. Es un asunto vinculado a los ríos y las constantes sequías.

Agréguese que los isleños del trópico hacen culto al baño cotidiano y que hay una lógica para todos los incendios: a cuerpo que arde, agua para refrescarlo de las llamas. Y del verano. Con una óptica europea, por ejemplo, el cubano, y quizás en general los isleños, gastan demasiada agua en los aseos.

Sume otro asunto, aunque parezca trivial: el agua de lluvia ha sido durante siglo en el único champú confiable para el isleño rural o de escasos recursos económicos.

El isleño sabe cultivar la tierra. Pero conoce de pesca. Para él no tiene secretos hacerse con un bote a la mar, aún en días de levas y oleajes encrespados. Son culturas contiguas. La de la tierra, que lo semeja a la criatura continental, la de la orilla, al mejor estilo ribereño, y la cultura de mar, de pescadores y buscadores de tesoros en las proximidades, en los abundantes pecios que crearon las historias de piratas o la imaginación exacerbada de los abuelos.

En las islas llueve, hasta hoy, lo suficiente, a veces hasta demasiado. Pero el agua corre loca, agitada, precipitada, y se fuga al mar. El agua escapa con una urgencia extraña. Por eso, quizás, la cultura de dejarse llevar hacia las orillas, como el agua de los aguaceros. Y por eso la cultura ambivalente de retener el agua que llueve, dominarla y someterla al servicio doméstico.

El quehacer familiar, en la estación húmeda, hasta una época en que la postmodernidad amenaza dejar atrás, consiste en represar aguaceros y someterlos a la mansedumbre de barriles, cubos y cacharros de cocina en general. Donde escasea, el agua es el primer tesoro humano. Y naturalmente no hay oro, en joyas, quimeras o monedas, que se le alcance a comparar.

Una virtud irrevocable (ojalá) de los isleños: como se sabe habitante de territorios pequeños, de compactos y esenciales continentes, sufre escasamente de xenofobias. El isleño respeta al viajero de allende los mares, y a menudo se encariña con él, porque lo supone un ser de garrafales tierras, más exóticas e idílicas que las suyas.

Hoy por hoy, son las islas, según estadísticas del turismo, las proclives a ser consideradas exóticas e idílicas. Pero, en qué isla, por ejemplo, hay una ciudad que se compare en esos rubros a Calcuta, por ejemplo, a París, por ejemplo, a la Ciudad Prohibida (China), a Medellín, por ejemplo, a Los Ángeles, por ejemplo. Si no hay ventaja para esas no-islas, al menos hay un empate.

El mimetismo de mujeres y hombres de la isla, es proverbial. Cuando llega el viajero, imita, porque cree, piensa, se hace la ilusión, de que su aislamiento y soledad le privaron de la moda mundial y que esa es la ocasión para sintonizar un poco el pellejo. El isleño apenas ahora comprende, aunque algo intuyó, que el aislamiento y la soledad, más la infinita capacidad de adaptación, creó la diversidad. Cada isla y cayo, cada individuo, continente o hemisferio, cada país o provincia o municipio, cada aldea, gozó y padeció sus propios aislamientos y soledades. Y de cada cual, según adaptaciones e inadaptaciones, creció la flor inagotable de una diversidad.

Y repito, por las dudas: la diversidad es lo que nos hace iguales, si se cree en realidad en el respeto ilimitado y cada cosa distinta convoca a curiosidad y admiración.

La antitesis a esta disposición, es la xenofobia. Creerse superior es creerse elegido, primigenio, anterior, origen del origen. Es la gramática del yo y después, si es que lo consigue, el resto. La xenofobia, a los ojos del isleño, es la mayor ceguera que pasa por los ojos de un igual. Una lagartija o mariposa cualquiera, pero respetuosas, serían menos estúpidas que el mejor fuhrer de cualquier ideología o credo nacionalista.

Las islas del trópico, crisol de razas y naciones, están repletas de lagartijas y mariposas (aún cuando, también es verdad, nunca falte algún reptil o lepidópteros descosido o roto). En este terreno, siempre que alguien intenta proclamar Arios, a las armas, yo respondo con la voz de un hombre continental, para evitar isleñismos estrechos: no, Adiós a las armas.

Hombres y mujeres de las islas, son siempre algo más provinciano, en el buen sentido de la palabra provincia. La dimensión del entorno, su encierro, impiden la desintegración cosmopolita, esa fragmentación de destinos de la criatura continental (sobre todo si este último vive en mayúsculas ciudades). El isleño, por lo general, guarda una relación, a veces hasta excesiva, con el terruño donde vio los primeros resplandores solares o presenció las nocturnidades inaugurales.

El isleño es mujer u hombre con más raíz y arraigo, alguien predispuesto, en demasía, quizás, a las nostalgias. Si algún día, lamentablemente, se extingue, dilapida definitivamente ese brillo que hemos llamado diversidad, sea biológica o cultural, los últimos reductos en caer serán las islas. El aislamiento, para algunos asuntos o cuestiones, es también un amparo.

El hombre de las islas, por tanto menos cosmopolita y mundano, identifica más rápida y nítidamente al foráneo. Al pasear por ciudades continentales de Europa y América, yo, isleño, no logré sentir mi extranjería. Apiñado en las multitudes, bajo el ropaje que exige el clima y las costumbres, la nacionalidad queda sepultada, en el fondo, y solo el idioma o cierta entonación del habla, traduce brevemente la extranjería.

 

El isleño distingue al viajero no con prisa pero si con un apuro gozoso que viene de su condición isleña. Esa distinción casi siempre se trueca en comunicación y amabilidad, en esa hospitalidad que está extinta o en vía de extinción, como generalidad, en tierras continentales. El hombre continental, y que no se ofenda, asume una mirada más seca, ambigua, indiferente e impersonal. La monotonía de sus horizontes le prende una suerte de hielo hierático en las pestañas y lo despeja algo de sus dulzuras innatas y ancestrales.

El hombre y la muer de isla, no me cabe dudas, descubre mejor, tiene el ojo lila y perfumado, prevenido, atisbante, alerta, y aun sabe mirar arriba y abajo, nube o estrella, ola o pez, prendidos o colgando en sus renovadas curiosidades.

La isla inventó la bermuda, la ropa menuda, toda, el bajaychupa, el short, la camiseta, el tenis, la chancleta, es decir, la semiencuerés para alternar en amistad. Y también la encuerés absoluta del amor. Y provocó, con sus veranos inauditos, la alergia a corbatas y cuellos duros. La burocracia mundial, por estas razones, se debilita en llegando a las islas, como Superman en las cercanías de la kryptonita, lo que no impide, por supuesto, la radiante costra de las ineficientes burocracias autóctonas.

La brisa marina y la mucha brisa, cuando se preservan los árboles y proliferan las alamedas, hacen más alegre y risueño a las mujeres y hombres de las islas. La alegría, virtud humana inmemorial, se acrecienta normalmente en territorios isleños y es quizás el contrapeso supremo contra los seculares males del aislamiento y la soledad y los instantes pasados o todavía vigentes de conquista y colonización.

En los continentes prolifera más fácilmente las escuelas filosóficas, pero en las islas la criatura humana incluye clima, flora y fauna, sol y luna, en sus apreciaciones del arte de vivir y subsistir, de los entornos sociales y naturales, en general, y en sus galácticas cosmovisiones.

La isla, por último, y tal vez esto sea lo más importante, convierte al isleño en una criatura relativamente más pacífica. El isleño difícilmente es un conquistador. Aun cuando no falten excepciones. Al carecer de tierra colindantes y vecinos próximo, el isleño se dedica más a lo suyo.

En procura de que, rodeado de tanta agua salada, no falte la dulzura del agua afectiva de la sobrevivencia, se interesa más por ingenios que represen y acumulen que en los artefactos de exterminio y muerte.

Quizás algún historiador logre demostrar el furor de invasión y exterminio de algunos isleños de islas grandes y hasta episodios cruentos de isleños de pequeñas islas, pero los invasores y conquistadores clásicos de cualquier época procedieron casi siempre de los continentes. Y eso lo sostendría, como convicción póstuma, hasta el instante en que los océanos comiencen a tragar tierra, sobre todo por las islas, si finalmente las hecatombes ecológicas convierten el agua de los deshielos en el gran enemigo declarado de las pequeñas tierras emergidas.

Ahora yo, en octubre a finales de diciembre y casi en enero del próximo año, logro sentarme a la computadora en short. Y con ventilación suficiente para un par de testículos que, como afirma la ciencia, se arruinarían con el exceso de calor. Lo hago por isleño del Trópico, por el gusto de laborar cerca de ventana y ventiladores.

Ah, y porque la inspiración llega también desde esa dirección, aun cuando la afirmación sea tema dudoso y controversial para sajones y teutones, bantúes y eslavos, etcétera. No es loa gratuita a la condición isleña, ni ego testicular, es vivencia cotidiana y experiencia traducida a miles de cuartillas literarias.

Con respecto a mi excepcionalidad para viajar o no viajar sobre sustentos oceánicos, la explicación es sencilla. Prefiero el avión, por la brevedad. Brevedad que recuerda a las islas. El barco, por minúsculo o colosal que resulte, o quizás a causa de ello, provoca mareos, cansancios históricos y travesías inmensas: todo muy semejante a lo continental, en cuyas tierras adentro, y me sucedió, se pierde el sentido de la brisa y de la cercanía murmurosa del río, y la caricia edénica del árbol, en particular de las palmeras.

En realidad, la globalización, la mejor, la que no degrada ni inferioriza ni tiene obligadamente parentescos neoliberales, convierte en isla todo territorio. La misma Tierra deviene aldea del sistema solar. Se transforma en provincia láctea de nuestra casi grandiosa y entrañable galaxia.

Yo, isleño de esta época, lo veo venir: mundo que se achica te acerca paradójicamente las inmensidades y te sopla en el rostro la agradable brisa de la consustancialidad.

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