Terminada la breve reunión con el director de la
revista, cerré la puerta de su despacho y me quedé un rato del lado de afuera,
aferrado al picaporte, con la mirada perdida en los nudos de la madera. No
podía dar crédito a su propuesta.
Quiroz me preguntó, sin pestañear siquiera, si
estaría dispuesto a viajar a Alemania para entrevistar a Hölderlin. Lo primero que pensé fue que se trataría de algún lejano
descendiente del poeta. Pero al manifestarle esta suposición, su respuesta fue
desconcertante: “no, quiero que vayas a hablar con Johann
Christian Friedrich Hölderlin”.
Mis más que
justificadas objeciones, donde me extralimité con un, “¿está usted borracho?”
—eso sí, dicho con mucho respeto—; junto a un escepticismo cargado de ironía,
fueron debidamente acallados con un cheque de seis cifras más viáticos. Y todo
aquello, reforzado por la circunstancia de que el pago era por anticipado y sin
cláusulas: no había forma de que me exigieran un reembolso si el disparatado
encargo terminaba siendo un fiasco. Así que decidí, sin dejar de sentirme un
poco ridículo, aceptar el trabajo de entrevistar a un fantasma.
Tres meses después de aquel encuentro con Quiroz, un 22 de julio, aterrizaba en Stuttgart donde me esperaba un chofer para llevarme, a través de cuarenta y cinco kilómetros de autobahn, a la ciudad erigida a la vera del río Neckar, Tubinga.
En la zona de
arribos, Sebastian sostenía un cartel improvisado en hoja A4 donde se leía, mal
escrito y en apurado garabato, mi nombre: “Mr. Fernandes”.
—How was your trip? —preguntó el rubio grandote.
— Nicht schlecht —contesté en un
rústico alemán. El tipazo me
devolvió una sonrisa repleta de dientes.
Salimos del aeropuerto y caminamos hacia uno de los estacionamientos más alejados. De entrada, Iba a llevarme la primera gran sorpresa del viaje. Lo supe, en seguida, cuando llegamos al auto: un Delorean gris.
Ahora bien, me
imagino lo que el lector estará pensando en este momento… ¿cómo llegó un auto
americano de los setentas al Baden-Wutemberg del siglo XXI? A mí también me
desconcertó.
Minutos después dejamos atrás el flughafen y emprendimos la marcha hacia nuestro destino. Por alguna razón que no llegaba a comprender en ese momento, y a pesar de que transitábamos sobre una autopista sin límites de velocidad, Sebastian estaba muy pendiente del tablero. Cada vez que la aguja del velocímetro se aproximaba a las 88 mph, levantaba el pie del acelerador. Además, simultáneamente, en un gesto casi automático, miraba para atrás, adonde centelleaba una especie de circuito luminoso en forma de ”Y”.
Después de
treinta minutos de viaje, tras una serie de curvas y contracurvas, divisamos la
silueta de Tubinga recortada sobre el cielo ocre de aquel caluroso atardecer. El
río y sus meandros que nos acompañaran en los últimos kilómetros reapareció en
forma de canal dentro de la ciudad, franqueado por edificios angostos de
colores alegres y no más de cuatro o cinco pisos de altura. De pronto, ya
rodeados de autos, transeúntes y ciclistas, sin mediar advertencia alguna, el
chofer puso todo el peso de su pierna derecha sobre el pedal y mi espalda se
fundió contra el asiento. Solté, en acto reflejo, una queja espasmódica, y en
medio de la brusca maniobra, quise decirle algo en alemán, pero me trabé y
lancé un difónico chorro de improperios: “¡¿qué haces, trastornado?!”, “¡Ay,
mierda!”. Revoleando los brazos en busca de un apoyo adicional, le clavé las
uñas en el antebrazo derecho y, de reojo, atiné a mirar la aguja en el tablero
que, ni bien tocó las 88 mph, justo antes de chocar contra una panadería,
emitió una luz blanca de intenso brillo que lo cubrió todo: sentí arenisca
dentro de los ojos. De inmediato, una brusca desaceleración me despegó del
asiento y tuve que usar las dos manos para evitar que mi cara terminara dentro
de la guantera. La fugaz, pero también interminable, tortura culminó con un
estruendo que me tañó los tímpanos con crueldad. Cuando recobré la visión, circulábamos
por un camino de tierra, más bien una huella. No había rastros del cartel
gigante en forma de bretzel que casi nos llevamos por delante. El asfalto, los
autos y semáforos habían desaparecido y pude constatar, al borde del colapso,
que la ciudad se había reducido a un puñado de viviendas, poco más que un
caserío.
Minutos
después, todavía aturdido, el traqueteo del auto sobre una calle de adoquines
disimulaba mi propio temblor. Nos detuvimos frente a una casa de estilo
medieval. Sebastian salió del auto, hizo un rodeo, levantó la puerta ala de
gaviota y, señalándome la entrada a la torre, me dijo: ”Hölderlin lo espera”.
El anfitrión,
un viejo orondo de nariz colorada como su camisa a cuadros, que calzaba botas
de cuero altas y tiradores, me invitó a pasar y dijo que me anunciaría. Me
quedé mirando un hacha enorme colgada en la chimenea del hogar. Al cabo de unos
minutos, volvió y me indicó el camino a la habitación del poeta.
Recorrí un
largo pasillo de paredes austeras y piso de madera, una efímera peregrinación
si se tiene en cuenta que estaba a punto de conocer a Scardanelli. “La
tercera”, gritó el leñador desde la otra punta del pasillo. Golpeé dos veces y
me indicaron desde adentro que pasara. El cuarto era
amplio y tenía tres ventanas rectangulares. Estaba atiborrado de muebles que
hacían las veces de anaqueles. No había uno que no sostuviera varias pilas de
libros. El único objeto libre del peso de las palabras era un piano de cola
negro.
Hölderlin, que sostenía
un violín como a un niño de abeto parido por un lutier, y miraba hacia fuera
junto a una de las ventanas, giró sobre sus talones y con grandes y ruidosas
zancadas se acercó a estrecharme la mano.
Después de las presentaciones de rigor me preguntó dónde quedaba Buenos Aires. Le contesté: “en un mapa que todavía no se trazó”.
Ya sentados uno frente al otro, prendí mi grabadora y comencé con las preguntas. Mejor dicho, iniciamos después de que hubo examinado por largos minutos al aparato y yo le mostrara los principios básicos de funcionamiento.
Fernández: ¿Cómo se siente? Escuché que ha sufrido ataques de pánico.
Hölderlin: ¿Dónde escuchó tal cosa?
F: —Dudé un segundo antes de responder—. Lo leí en una biografía suya.
H: Todos los pasajeros que trae Sebastian me hablan de biografías— protestó resignado—. Sí, al parecer padezco de un trastorno mental que se manifiesta esporádicamente. El asunto es que pierdo la consciencia durante estos ataques, con lo que para mí solo existen en la mirada turbada de los testigos cuando vuelvo del viaje delirante de los trances.
F: ¿Cree que esta dolencia tenga algo que ver con Susette Gontard? —Diottima en sus poemas—.
H: Vaya, esa biografía ha de ser bastante indiscreta. Creo que es difícil soportar la desgracia, pero mucho más lo es soportar la felicidad. Ahora, respondiendo a su pregunta: no, no creo que tenga nada que ver con ella.
F: Si bien la estancia está colmada de libros, se puede ver el paso del tiempo en sus tapas cubiertas de polvo ¿Es que acaso no los lee?
H: Me dedico a la música, a tocar el piano y el violín… he dejado de escribir y leer. De hecho, he desarrollado cierta aversión a la lectura. La encuentro demasiado racional ¿Qué son las acciones y los pensamientos de los hombres a lo largo de los siglos frente a un solo instante de amor?
F: ¿No se aburre?
H: No, todo está en nosotros.
F: Usted dijo alguna vez: “Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas, pues en ellas es donde me volví tan razonable…” ¿Sigue pensando así?
Hölderlin se
levanta, se sienta frente al piano y comienza a tocar una melodía que enseguida
reconozco: la Novena Sinfonía de Ludwin. Cierro los ojos y disfruto de su
brillante interpretación, aunque un pensamiento me perturba, “¿no estaré
muerto?”. En eso estaba, peleando contra esa idea, en el momento en que yerra unas
notas, y mis manos se enrollan como cuando una tiza patina chirriante sobre el pizarrón.
Lo que al principio pareció una torpeza, se transformó en un aporreo
sistemático a puño cerrado. El lustroso rostro negro del piano se sacudió ante
cada puñetazo: la imperturbable víctima perdió algunos de sus dientes de
marfil, y en los altos cielorrasos de la estancia reverberó la súplica
desafinada de su tortura. Hölderlin gemía y tiraba de los blancos cannolis
que se agrupaban de a tres a los costados de su plateada peluca, que terminó
por arrancarse. El casero entró y lo abrazó con fuerza desde atrás; entonces,
comenzó a repetir un mantra mientras se balanceaba con el otro haciendo de
pesada mochila: “El hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma, de
abrazar a mi especie en una criatura amiga. El hermoso consuelo…”. Fueron unos
minutos de sufrida incertidumbre, pero el poeta-pugilista, que arrodillado en
el suelo con el gordo encima parecía un inmenso caracol, fue aminorando el
pendular movimiento de su angustia hasta quedar quieto con la mirada clavada en
el suelo.
Ya había
recogido mis cosas y, apurado, traspasé el umbral de la puerta. Me estremecí
por su gutural declamación: “¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un
mendigo cuando reflexiona”.
Atrás quedó
Tubinga, y el camino de tierra transmutó en autopista después de que el
Delorean alcanzara la velocidad precisa de 88 mph. Desafortunadamente, la
reciente experiencia viajando a través del tiempo no moderó mis padecimientos,
aunque esta vez me cuidé de no insultar al teutón. Sebastian me dejó en el
aeropuerto para luego ir, según me contó, a visitar a un tal von Thaler que
necesitaba su ayuda para sacar clandestinamente de Alemania a un amigo judío
llamado Jacobi y a su esposa Eva. Tenía un largo viaje hasta el Berlín de…
1942.
De vuelta en Buenos Aires, como habría de esperarse, la charla con Hölderlin pobló las horas de mis días; la revivía una y otra vez. Me tomó tiempo volver a tener un sueño sereno, una dieta normal, una rutina. A veces, me pasaba largas horas del día en los bosques de Palermo, abrazado a los árboles, sin pensar en nada…
Muy bueno!