Siempre es extraño regresar. Me desespera ver todas las cruces idénticas, perfectamente formadas, más que blancas y viendo hacia el risco.

El risco solo revive en mi cabeza imágenes de hombres en llamas, ya sin piel, dejando un rastro de sangre, retazos de piel chamuscada hasta el borde, donde saltan buscando una muerte pronta, idénticos a los modelos de la maestra de anatomía cuando estudiábamos la musculatura del ser humano; hubiera sido divertido prenderle fuego al muñeco de la maestra, y a la maestra. La maldita nos golpeaba las manos con una regla de madera si no conocíamos la respuesta: ¿Dónde está el trapecio? ¿El macetero? ¿Los laterales cruzados? Intentaba recordarlo cuando entre mis brazos caía un compañero con las tripas afuera, le cerraba los trapecios con los laterales cruzados, y sentía como si la maestra me golpeara las manos, chas, chas, y yo solo amarraba los trapos colgantes cuyo nombre no recordaba, chas, chas, y no sabía dónde carajos estaba el orbital y yo amarraba, como agujetas, y como cuando era niño, terminaban por desatarse. Todos morían… Murieron.

     Cada año nos reunimos como si fuéramos mejores amigos. Se les olvida que ninguno me quiso desde el principio, ni me llegó a querer. No los culpo, con cientos de miradas agonizantes y salpicados más veces por la sangre que por el agua, quién puede querer algo. El sabor amargo siempre está en la lengua, todo sabe a mierda. Olvidan y cada año se saludan, con lágrimas en los ojos, sonríen: ¿Cómo has estado? Te ves muy bien, has perdido peso. Y se olvidan de que todos usamos pañales, sufrimos agruras, e incluso que el mismo olvido, a veces, es involuntario.

Cada año nos reunimos como si fuéramos mejores amigos, olvidan que ninguno me quiso. Me llaman héroe y me abrazan prolongadamente, me empujan de mi silla y me obligan a decir lo que he dicho en los últimos años y por los que quedamos: los que sobrevivimos no somos héroes; cada cruz blanca que encara el risco, cada número y cada nombre que está inscrito en las placas de acero, los que han muerto, son los únicos héroes, nosotros solo somos sangre vieja en un cuerpo que se pudre en vida. Entre toses y flemas amarillentas me aplauden y vitorean mientras los buitres vuelan en círculos por encima de sus cabezas, probablemente descendientes de los animales que se alimentaron con los retazos de los ahora enterrados.

     Todos son abuelos tiernos, asesinos, padres cariñosos, torturadores expertos, fieles esposos, violadores saciados, aseados, hombres honestos, ladrones, héroes condecorados. La nación esta en deuda con ellos. Con nosotros. Caminamos entre las desesperantes cruces. Es inevitable que un rostro aparezca en nuestra mente después de leer el nombre en alguna placa, y nos acordamos, y lloramos, no por el caído en combate, sino por los que huimos, por lo cobardes que fuimos todos, por lo que hicimos, por lo que permitimos.

     Siempre es extraño regresar. Ver diferentes caras con los mismos nombres, el paso del tiempo, el castigo divino. Todos viejos, perfectamente bien formaditos, con la cabeza

 más que blanca y viendo todos hacia el risco. La escena solo revive en mi mente la imagen de todos corriendo en dirección opuesta al borde.

Me llaman con las manos, patéticas, blancuzcas, llenas de arrugas, transparentes, melancólicas, un cuadro tierno, digno de la publicidad de cualquier hospital geriátrico. Héroe, héroe, gritan ahora, mientras algunos se acomodan el pañal.

¿Qué es un héroe? ¿Podría mencionar un héroe? La maestra de historia pregunta y el sudor frío recorre mi espalda, ahora también siento frío en la espalda, por el cañón de la escopeta. Héroe, héroe. ¿Qué es un héroe? ¿Podría mencionar un héroe?  El macetero es el músculo más fuerte y se encarga del movimiento de la mandíbula, lo sé porque rompí unos cuantos; el trapecio queda en algún lugar entre la cabeza de mi compañero y el cuerpo que está dos metros más adelante, se unen por esa cinta blanca, parecida a un percebe, entre su nuca y lo que sobresale de lo que queda del cuello. Sabía que de nada servía la anatomía.

 Héroe, héroe, ahora gritan y agitan la mano. El que más grita tiene cinco hijos y doce nietos. Más a la derecha está uno que tiene una hija con retraso mental. El otro nunca tuvo hijos pero lleva cincuenta y cinco años de casado. El que parece idiota tiene Alzheimer. Todos son veteranos, todos quieren ser héroes; los que han muerto son los únicos héroes, nosotros solo somos carne vieja. Todos quieren ser héroes, chas, chas, no sé donde está el lateral cruzado. ¿Qué es un héroe? Ya no siento frío en la espalda, ahora me arden las manos, chas-chas, chas-chas, ahora todos son héroes.

Biografía

Diego Morones es empresario de oficio, escritor y poeta de closet, tallerista de novela, chef en Gracias-comedor, incansable e insaciable descubridor de emociones. Esta es su primera publicación en A4manos.

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Armando Olvera
September 25, 2019 12:10 pm

Sencillamente aniquilador , al punto , directo . Encuentro estilo , confirmo que Diego es tal y como lo ha sido para mi cuando tuve el gusto de conocerlo : un tipo que sabe vivir y además contagia su pasión y rebeldía . Me encantó ! Que vengan más !

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Ana Maria
September 26, 2019 3:41 am

La importancia de no vivir en el mundo de los demás. Felicidades Diego

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Rafael Roman
September 26, 2019 3:50 am

Es una mordida al ego y a la banalidad impotente del elogio frente a la muerte. Mueve a la reflexión mediante una prosa enérgica Buen esfuerzo