Ciertas aves, privadas de algún armonioso y afinado instrumento musical, visten, a cambio, como elegantísimos príncipes o glamorosas reinas de belleza. Su vestuario adorna las frondas con tales iridiscencias que es entonces el juglar o el poeta humanos quienes, conmovidos, com¬ponen odas y loas para lanzar al viento.
Unos pájaros fueron privilegiados en sus gargantas, tales como el ruiseñor, la ferminia o el sinsonte. Otros en el plumaje, tales como el tocororo. En tanto, todos, en su infinita variedad, do¬tan al universo de una gama diversa que siempre podría atraer curiosidad, interés, atención o estudio.
Si alguien levanta jaulas o cañones o pretende inmovilizar esa alígera e inquieta hermosura con rús¬ticas técnicas masivas de taxidermia, es porque los hombres en casi todo podemos rozar los extremos e ir fácilmente de lo sublime a la barbarie.
En meses pasados, reptando cuesta arriba por empinadas lomas de una cordillera oriental, algunos del grupo de exploradores de avanzada recibimos el influjo benéfico de esos dos géneros de aves.
Si en un instante determinado, que recordaré siempre, pude sobreponerme al cansancio y la sed, fue en gran medida porque casi al borde de la fatiga percibí el canto ubicuo, recóndito y nítido de un ruiseñor, como un himno verdiazul.
Me detuve embelesado. Pero al canto le faltaba una imagen corporal de igual dimen¬sión o brillo. Entonces, en una combinación urdida por el azar y la imaginación, alcancé a entrever en una alta rama la figura coloreada de un tocororo, que seguro disfrutaba del viento, la deliciosa sombra y la ancha y agreste soledad.
Quien vivió experiencias semejantes no precisa de otros alegatos para comprender. Quien, por una razón u otra, carece de esas vivencias, vive amputado en su mundo de mobiliarios, crista¬lerías y lavamanos, calles asfaltadas y semáforos.
Las fabrica¬das bellezas que rodean a ciertas criaturas, las separan de otras realidades que aún existen y que tal vez nunca perezcan, pues mientras aquellos concilian sueños de ciudad, otros seres se desve¬lan y sueñan también con preservar íntegros y naturales algunos trozos del planeta, es decir, de la antigua y fulgurante casa ancestral del hombre.
UN PRINCIPE EN EL FOLLAJE
El tocororo (Priotelus temnurus) es ave endémica del país y per¬tenece a la misma familia del quetzal: la Trogonidae. Los aborígenes que poblaron el archipiélago en época precolombina le llamaron guatini. Esta ave de quien hablamos, tocororo o tocoloro, habita los bosques cubanos desde hace milenios o miles de milenios.
La belleza del pájaro ha sido superada aquí sólo por los ya extintos guacamayo y pájaro carpintero real. El primero comenzó a desaparecer cuando el colo¬nizador europeo los cazó en cantidades prodigiosas para saciar la cu-riosidad y el hambre. El otro ya a finales del pasado siglo XX , como parte de un relampagueante proceso de extinción que abarcó a los especimenes de Norteamérica y México.
A pesar de que el tocororo ha sido perseguido por gente ig¬norante, con el fin de enjaularlo o a causa del deslumbrante plumaje, hoy es posible presenciarlo con cierta facilidad en distintos parajes del país.
Las montañas orientales deben al¬bergar millares de tocororos. En la Ciénaga de Zapata y en las cordilleras de Pinar del Río, en el centro y el occidente del país, respectivamente, también puede escuchársele por cientos, lanzando al éter su monótono “to-co-ro-ro, to-co-ro-ro” o trasla¬dando en el vuelo la policromía natural de su ropaje.
Longitudes, nidos e ignorancias
El tocororo macho mide unos 28 cm de longitud, mientras que su compañera lo aventaja en medio centímetro. También la cola y la envergadura de las hembras son mayores en algunos milímetros. Fuera de estas mínimas diferencias, la pareja no presenta dimor¬fismo sexual. Se alternan además en las tareas de incubar los huevos y alimentar luego a los recién nacidos.
Según afirma Juan Gundlach, en la época de reproducción el tocororo expele un penetrante olor a almizcle. Esta emanación glandular, característica también de otros muchos animales, debe servirle, además, para el reconocimiento individual, el marcaje de territorios, etcétera. Esta peculiaridad, como otras muchas, aún aguarda por un mayor estudio.
En general, el reino de las especies animales reclama la preocupación más cercana de un congénere, el hombre, quien deberá hacer más inversiones de tiempo y otros recursos para ir despejando la enorme ignorancia que nos separa de nuestros más o menos cercanos parientes.
Los colores y el tiempo
Los colores del tocororo: azul, verde, blanco, bermellón, gris, rojo, negro y sus tornasoles, lo convierten en un represen¬tante majestuoso del vestuario. Pero esta no es su única ni más importante singularidad.
Su deslumbrante presencia y permanen¬cia en el bosque, luego de tanto tiempo (los últimos descubri¬mientos dicen que el Protoavis existió hace ya unos 225 millo¬nes de años y el Archaeopteryx desde unos 150 millones), defendi¬do sólo por sus propias pocas armas y la voluntad de algunos hombres que le dedican parte de sus energías físicas e intelec¬tuales, es algo pasmoso, asombroso.
¿Cómo tanto color, gracia y mansedumbre sobrevivieron a la avaricia, la falta de escrúpulos, la ignorancia y la curiosidad malsana?
No obstante, el ave está ahí, anunciando dócil y pa¬radójicamente al Homo sapiens que la naturaleza soportó muchos golpes suyos. Incluidos determinados puntapiés muy ciegos y violentos, pero que todavía hay espacio y tiempo, siempre que no descarguemos algunos definitivos para todos y reorientemos las fuerzas de hoy y de mañana en una dirección crucial: proteger y conservar importantes trozos de la ancestral, fulgurante y tam¬bién domicilio común de las criaturas vivas.