Hay, sin lugar a dudas, algo espectacularmente cinematográfico en la resistente estirpe de escualos milenarios. Tiburones tigres, azules, ballenas, toros, martillos, etcétera, pero sobre todo el magnífico tiburón blanco, protagonista de fantásticas historias fílmicas.

“Tiburón” es el tributo de la filmografía dedicada a este fascinante mundo. Obra escrita por Peter Benchley y llevada a la pantalla por Steven Spielberg. El filme los lanzaría a la fama, pues no solo fue nominada a un montón de Oscares, sino que se alzó con tres.

La película en su momento, y por años, aterró además a varias generaciones de televidentes. Los bañistas muchas veces preferían ponerse a leer a orillas del mar, sin atreverse a penetrar al cálido azul. El pánico se apoderó de multitudes y provocó innumerables desastres que dieron al traste, sobre todo, con la tranquila vida de los tiburones.

Benchley, con cierto remordimiento, quizás, se suma hoy a la campaña internacional WildAid para poner fin a la práctica de cortar aletas de tiburón, una práctica tristemente célebre tras la cual el animal vuelve a ser lanzado al mar, donde se ahoga o desangra.

Los cementerios de escualos sin aletas en el fondo del mar son terribles y crecientes. ¿Estarán suficientemente justificadas nuestras razones, desde el punto de vista moral, para quejarnos por los ataques de tiburones a seres humanos? Según las estadísticas, mientras el hombre da muerte a más de 100 millones de tiburones por año, en todo el planeta, estos, como promedio, matan a solo 12 personas en el mismo tiempo. Silencio y luto son el saldo de estas cifras, que hablan por si solas y escandalosamente.

Se conocen más de 350 especies diferentes de tiburones, desde el pequeño squaliolus laticandus, de no más de 20 centímetros y 200 gramos de peso, hasta el tiburón ballena, que puede alcanzar hasta casi 20 metros y pesar de 15 a 20 toneladas; este último, por cierto, totalmente inofensivo y abundante en aguas próximas al archipiélago cubano.

En los últimos 8 a 15 años, prácticamente todas las especies, en su conjunto, han disminuido en cerca del 50 por ciento. La madurez sexual de estos peces es muy lenta, demora alrededor de 12 a 18 años generalmente, lo cual los limita a tener poca descendencia.

Con respecto al tiburón blanco, por ejemplo, el macho alcanza la madurez a los 9 años y la hembra a los 15. Si no se cumple la premisa de no permitir acabar con la vida de los escualos que apenas han tenido tiempo de reproducirse antes de caer en las garras de los pescadores, ¿qué quedará para otros como el Sandbar, cuya madurez comienza a los 25 años?

Los magníficos escualos habitan todos los mares del planeta, considerándoseles cosmopolitas. Aunque fundamentalmente se encuentran en la franja entre el Trópico de Cáncer y el de Capricornio. Algunos moran en el fondo de la plataforma continental y pueden llegar al talud y a los abismos.

La captura en los últimos decenios se ha incrementado en Japón, Australia, Estados Unidos, México y regiones como Sudáfrica, Centro y Sudamérica. Este hecho ascendió a cifras astronómicas con el descubrimiento de que el aceite de su hígado era rico en vitamina A, lo que permitió el desarrollo de numerosos mercados comerciales.

El hígado representa casi una quinta parte del peso del animal. Y el aceite que se extrae se emplea también en la industria textil y del curtido y como aceite lubricante de gran resistencia a la fricción y el calor. También se utiliza en cosméticos que resguardan la piel del bañista.

A pesar de los beneficios nutritivos, curativos e industriales que nos aportan estos magníficos peces, las causas principales del exterminio del tiburón no es exclusivamente la acción depredadora del hombre. Los efectos del cambio climático, por ejemplo, al aumentar la temperatura de los mares afectan la distribución del plancton, por lo que muchos escualos que se alimentan de él se ven obligados a emigrar a recónditos e inhóspitos lugares.

En la destrucción de sus hábitats, por supuesto, debe tenerse muy en cuenta la incidencia de la pesca comercial de sus aletas —anteriormente cuestionada— y sobre todo, aunque parezca increíble, la pesca accidental, que es uno de los principales factores que conducen a la destrucción de las especies marinas en general.

La función cardinal de los tiburones en los mares, como grandes depredadores, es mantener el equilibrio entre muertes y nacimientos. Si se eliminaran los depredadores, habría reproducciones descontroladas de otras especies, dando lugar a una peligrosa superpoblación que a su vez propicia el surgimiento de enfermedades e incrementa la mortalidad de manera masiva.

Existen fehacientes pruebas de la desaparición de especies debido a la reducción de tiburones. Un ejemplo es el de la langosta en Tasmania, la cual se extinguió comercialmente cuando su depredador, el pulpo, proliferó por el exterminio de escualos.

Estas especies controlan también la evolución de sus presas, pues el depredador las obliga a desarrollar estrategias de supervivencia. Y como parte de la teoría de selección natural proclamada por Charles Darwin, con la evolución de las presas también evoluciona el tiburón.

Detengámonos un segundo en lo que ocurre en la actualidad con tanto perfeccionamiento y tan próspera evolución. De las 100 variedades que se explotan hoy día, aproximadamente 36 especies son vulnerables a las amenazas o se encuentran en crítico peligro de extinción.

Parafraseando a Eduardo Galeano, “el mundo está patas arriba” también para océanos y tiburones.

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