¡Bah!, Los copepodos

Cuando la ciencia emergía como alternativa de explicación del mundo y sus orígenes, los especialistas primigenios se negaban a prestar atención a diminutas alimañas a las que consideraban, ¡bah!, inferiores e indignas de atención.

Más satisfacción y gloria deparaba, por ejemplo, estudiar al brioso caballo, imprescindible para  trotes y  galopes. O al obstinado toro, símbolo de tantas virilidades lunares y solares.

¿Perder tiempo con arañas, ranas, insectos, murciélagos?

¿Malgastarlo con criaturas de los médanos o pantanos? ¿O con alimañas de las aguas interiores de las bahías, esos territorios abandonados al misterio del cabotaje?

El indignado Aristóteles fustigó tales predisposiciones con escaso éxito, porque en realidad parece tendencia de la vanidad y banalidad humanas.

Las investigaciones sobre mamíferos arrancaron así antes y con mucho entusiasmo. Los mamíferos de gran tamaño y cuatro patas, fueron el centro de atracción por siglos, dando lugar además a generosas porciones de mitología y heráldicas que ilustraron el primero y buena parte del segundo milenio.

Las criaturitas, sin desesperar, aguardaron inopinadamente más de lo que soportaría la simple paciencia humana, hasta que alguien advirtiera su presencia y les dedicara alguna experta y sincera admiración.

Hoy es perfectamente del dominio científico que ciertos minúsculos seres participaron desde el inicio y mucho antes de que apareciera cualquier coloso reptil, ave o mamífero. Esas criaturitas colocaron las primeras piedras y, por supuesto, de manera eficiente, constante, ininterrumpida y armónica en el proceso del llamado equilibrio ecológico, superando en tan vitales trances a mastodontes y  espectaculares dinosaurios.

A menudo leo (y escribo incluso) acerca de la inminente desaparición de gorilas, rinocerontes, elefantes, siempre a manos de la codicia, la ignorancia y una irreflexiva sed de aventuras. Nunca escuché sin embargo una línea que se conduela de los avatares, por ejemplo, de los copépodos. Los copépodos viven hacinados en la superficie de todos los océanos y mares, cada vez más fustigados por desechos industriales y agrícolas o cotidianos derrames de combustibles, para mencionar solo algunos capítulos del alucinante drama.

De gorilas, rinocerontes y elefantes, aunque sigan en trances de extinción, sabemos cada vez más. Y eso no resulta inútil ni injusto. Primero, porque su tragedia aumenta cada mañana y logra despertar cierto morboso interés. Y segundo, porque a las  zarpas, tarros y cuernos o poderosos brazos peludos, el comercio de imágenes le ha sacado provechos jugosos.

Hasta se conoce en detalles, vea usted, el número, cada vez más exiguo, de sus poblaciones. Es decir, del terrorífico conteo regresivo de un gran inventario vivo de la Naturaleza. Algunos lo disfrutan como una suerte de entretenimiento deportivo. A elefantes o gorilas, se dice, por ejemplo, le quedan tres afeitadas.

Pero los copépodos actúan y padecen en el anonimato y la ignorancia. Sufren sin ruido, padecen sin publicidad.

No obstante, permanecen ahí pacientemente desde hace millones de milenios. Se alimentan de fitoplancton, que a su vez engulle toneladas de energía solar. Los copépodos (miembros activos del zooplancton), para proclamarlo de una vez, resultan indispensables, porque son el dos en la cadena alimentaria y transforman insistentemente la energía del Sol en energía alimenticia.

Ellos, los copépodos, son el más seguro y opíparo bocado de los peces. Se incluye a los de gran valor comercial (ahora tal vez alguno de ellos suelta aroma en nuestra sartén) e incluso a las mamíferas e insaciables ballenas.

Sobreviven algunas interrogantes. ¿Qué sucede si desaparecen gorilas, rinocerontes, elefantes? ¿Y qué, si desaparecen los inexplorados copépodos?

Lo primero acarrearía una catástrofe de la razón, también de la         fantasía, porque se habrían arruinado especies espectacularmente fascinantes, muchas veces legendarias, míticas sin duda, sin las cuales es difícil imaginar el paisaje y la cultura futura de numerosos países y de la propia Tierra.

Habríamos enterrado montañas de sueños y kilómetros de aventuras. No veríamos nunca más ni en zoos, circos, ni en acuarios, ni en imágenes renovadas, esas magnas construcciones del tiempo, el azar y las evoluciones. Antes de concluir tales faenas de extinción, el ser humano se habría envilecido hasta el tuétano dentro de sus vacilantes osamentas.

El olvido sería quizás un cómodo limbo hacia donde marchar.  El remordimiento sería largo, no tendría fin. Las generaciones de mañana tal vez no hallarían consuelo: y percibirían, en lo adelante,  como brutal y homicida semejante corte con los orígenes.

No obstante, la vida así, colosalmente disminuida y maltrecha, tal vez podría continuar por algún tiempo más.

Si desaparecieran los copépodos (no son visibles al ojo, apenas pesan uno o dos miligramos), el impacto constituiría quizás el acto inicial de un vertiginoso desenlace final.

No se dispondría más de los océanos, que cubren el 70 por ciento de la superficie terráquea, como fuente de abasto, en momentos de crisis alimentaria, para una población en incesante crecimiento. Tal inmensidad líquida devendría desmesurado y fétido cementerio de millones de peces muertos y billones de copépodos definitivamente aniquilados.

Habría entonces que devorar con precipitación cualquier cosa, sin excluir gorilas, rinocerontes y elefantes que encontremos al paso, si quedara alguno para aliviar estragos y náuseas. Lo más práctico y casi la única salida digna, sin dudas, llegado ese instante, sería hacerse volar la tapa de los sesos, ¡bang!, y terminar con el horror.

Para reparar siquiera en un pelo y una afilada navaja la vieja y siempre renovada injusticia, solicito ahora 15 segundos de su atención. Lea a continuación:

INFORMACION MINIMA: Los copépodos son crustáceos con 5 pares de apéndices locomotores, casi siempre birrámeos. El macho posee órganos de presión para aferrar a la hembra durante sus innumerables coitos, que duran nonasegundos. Nacen en estado de nauplio, para recordarnos sus lazos fraternos con el mítico Nauplio,  hijo de Neptuno. Flotan desde siempre, convirtiéndolas en muy nutritivas, en las aguas azules y tórridas donde usted se sumerge en julio y agosto, si habita en el trópico, para dorar la piel  y disfrutar espléndidos veranos.

Para otras informaciones, acuda a textos de biología. Es necesario señalar, confesar, que ni la poesía ni la novela ni el ensayo ni ningún otro género literario o filosófico, clásico, moderno, posmoderno o posthumanista, prestaron tampoco atención hasta hoy día a las esforzadas y modestas muchedumbres de copépodos que silenciosamente repletan y mantienen activos y fecundos los mares y océanos de un planeta muy único.

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